En escritos anteriores hemos expuesto la tesis sobre las numerosas acepciones que tiene el término ‘paz’ al punto que a toda situación se le puede hallar su aspecto pacífico. El Diccionario de la Real Academia se refiere a: inexistencia de lucha armada; armonía entre personas sin enfrentamientos ni conflictos; acuerdo entre naciones para poner fin a una guerra entre ellas; ausencia de ruido o ajetreo en un lugar; Estado que no se haya perturbado por ningún conflicto; en el cristianismo, sentimiento de armonía interior que reciben de Dios los fieles y, en la Misa, saludo entre los fieles. Ofrece, además, 23 usos en diferentes locuciones.
La ganancia con el empleo de ese término, ‘paz’, que en el fondo es equívoco, es haber logrado referirse a una de tantas violencias acendrada desde hace más de medio siglo existentes en el país como ‘conflicto armado’. Todo colombiano ha vivido en carne propia alguna forma de violencia causada por ‘paramilitares’, o por algunos miembros de las fuerzas armadas, por ‘narcos’, por ‘guerrilla’, por ‘terroristas’, por ‘bacrim’, por ‘delincuentes comunes’, por ‘chantajistas’ (otro nombre a los funcionarios o empresarios que exigen prebendas y son los autores de la ‘corrupción’ del país’) etc.
Ha sido importante refinar una de esas violencias con el término de ‘conflicto armado’ en lugar de ‘guerrilla’, ‘terrorismo’, ‘narcoguerrilla’: términos que se estrenaron a finales de la década de los 90 –luego de los fallidos intentos de conciliación del gobierno con las FARC a pesar que se les permitió la ocupación de la zona de distensión del Caguán (40.000Kms2, el tamaño de un país como Suiza). De una parte, transformar el término para referirse a sus acciones (ya no ‘terroristas’ sino a las de ‘combatientes de un grupo armado’), y de otra, acordar la Habana como lugar de encuentro, es lo que ha permitido que cabezas de las FARC estuvieran dispuestos a negociar.
Ahora bien, lo que se pretende es que la conciencia del ciudadano común quede dispuesta a aceptar todo el obrar de sus integrantes como acciones de una ‘guerra interna’, entre ‘combatientes’ de diferentes bandos. No hay duda que la propaganda profusa de un acuerdo ha logrado bastante, sin embargo, es estimar en poco la conciencia de ese ciudadano común que, insisto, sí ha vivido esa y todo el resto de violencias ya descritas. No importa lo que se firme, el obrar de los integrantes deja heridas que no sanan con firmas.
Cualquier acuerdo que se logre: la entrega de armas de parte de algunos, un puñado que pague sus crímenes de lesa humanidad, y otro puñado de víctimas a quienes se les repare, no hay duda que será sano para una sociedad sufrida y sin garantías para algunos de sus derechos de parte del Estado.
Sin embargo, la decepción va a ser grande cuando el tan ansiado estado psicológico de ‘paz’ no se dé más allá de la persuasiva propaganda de los medios de comunicación. Diez mil o tantos ‘combatientes’ no son la causa única de las violencias del país.
Los cientos de miles de millones de pesos que el Gobierno, sin acuerdo inicial alguno con la ciudadanía, ha invertido con nuestros impuestos para lograr esa conciliación serán pocos para contener el resto de violencias y las nuevas que se generarán. Sí, porque es ingenuidad creer que aquellos de las FARC que no firmarán, no conformarán las ‘farcrim’ que, en alianza con los ‘elenocrim’ continuarán con los negocios lucrativos del secuestro, el narcotráfico, el contrabando y la minería ilegal.