El Informe[1] que venimos comentando en estos escritos define la Criminalización de la política como: “Intervención de un grupo al margen de la ley, que mediante el uso de la coerción armada busca distorsionar los resultados de las elecciones públicas en benficio propio, con el fin de adquirir poder político para influir en el desempeño de las instituciones legales, de manera que garantice la impunidad de sus crimenes.” (p.258).
En la década pasada la opinión pública conoció en toda su funesta extensión y profundidad la realidad de la ‘parapolítica’. Sendas investigaciones y publicaciones, ya no sólo de la prensa, vienen documentando los alcances de esa realidad. Y no es del caso elaborar más sobre ello. El Informe reconoce, también, que existe documentación para 1997 en que la guerrilla empleara acciones similares en el Bajo Cauca.
La pregunta obvia es ¿por qué no ha existido igual acción del Estado para revelar la ‘farcpolítica’ que ha estado presente desde hace varias décadas?
Y claro, con ello se abre un abanico de preguntas que bien vale la pena considerar para comprender con mayor lucidez el contexto de las negociaciones que vienen en camino este mes. Y no sólo el contexto, sino lo que se halla en juego.
De los acontecimientos recientes como la captura de uno de los capos más buscados de los últimos tiempos y la revelación de sus negocios con los grupos armados ilegales, incluyendo las FARC, se presenta un panorama muy complejo para las negociaciones de paz. La economía del narcotráfico no suele erradicarse en mesas de negociación, así se rebajen penas a quienes delaten sus redes.
No se trata de negociar entre grupos ideológicamente empecinados. En verdad, ni el gobierno o representantes del Estado, ni los grupos ilegales armados (guerrilla, narcotráfico, etc.) tienen ideologías visibles o coherentes. Los primeros, claro que representan la ‘institucionalidad’ y, nadie pondría en duda, que procuran defender esa ‘institucionalidad’ o al menos su interpretación de ella. Los segundos, no aceptan esa ‘institucionalidad’, luchan por transformarla, cuando no destruirla, y para ello no sólo combaten sus fuerzas armadas, sino ingenian toda suerte de estrategias cuyo mejor nombre es el de una acción ‘paraestatal’ o ‘paraEstado’. Con otras palabras, acciones que buscan sustituir al Estado allí donde tiene poca presencia o donde no es posible sobornar a sus representantes.
Si esta apreciación es adecuada, entonces es poco probable que sean las ideas del Estado, el sentido de lo público, el tipo de orden social, lo que surjan en las negociaciones –claro que bueno sería que así fuera y que, además, visiones de la sociedad, de lo político, de lo económico fuera lo que se acordara-. Se tratará de una negociación de índole principalmente económica, de participación política y de eximir culpas y penas.
En las recomendaciones de los teóricos y prácticos de la negociación, entre las partes en conflicto son indispensables: la confianza mutua, la comunicación transparente, la comunidad de intereses , y el que las partes cedan en proporcional medida. La real posibilidad que se den estos requisitos sólo lo conocen bien los más de diez millones de campesinos, finqueros, habitantes y empresarios del campo quienes han sufrido las acciones de las partes en conflicto durante más de medio siglo.
Pero como suele suceder en estos casos son las élites urbanas (que incluyen a los voceros de los grupos alzados en armas) quienes decidirán la suerte de aquella población rural y de paso, del país en general.
Tener en cuenta la opinión de dicha población evitaría que la noción de la criminalización de la política, expuesta arriba, se amplíe para incluir coerción de la opinión pública y si bien, ahora no por las armas, si por medio del mercado de los medios de comunicación tan propensos a ello y en particular en el Estado.
[1] “Colombia rural: razones para la esperanza.” Informe Nacional de Desarrollo Humano 2011. Bogotá: PNUD.