Para gran parte de las culturas precolombinas de Sudamérica, este metal venía cargado de un gran significado simbólico: era un elemento místico que fortalecía la conexión de los nativos con sus deidades, y la Tierra en sí. Sin embargo, con la llegada de los colonizadores europeos, esta concepción de respeto y sinergia con la Pachamama se perdió, y el oro pasó a ser considerado un simple indicador de riqueza material. Esta nueva definición trajo consigo un afán desmedido por la extracción de éste de las selvas tropicales del continente, lo que devino en la subyugación y posterior desaparición de miles de culturas ancestrales prehispánicas a mano de los colonos guiados por la avaricia. De haber sido un amuleto espiritual, el oro se pasó a convertirse en la maldición del Amazonas.
Hoy, se estima que la minería ilegal de oro puede llegar a ser hasta veinte veces más rentable que la producción de hoja de coca. Es por esto que, en Colombia, únicamente el 13 por cierto del oro que se saca cada año del país proviene de minas tituladas; el 87 por ciento restante – que equivale a más de USD $2 mil millones – es de extracción ilegal o informal. Aunque es evidente que cualquier tipo de minería extractiva del oro, así cumpla estándares legales, no es ambientalmente sostenible, es este segundo tipo el más perjudicial para los ecosistemas y las comunidades, y es el que utilizan los grupos al margen de la ley, como guerrillas y BACRIM, para financiar sus actividades ilegales.
Durante el proceso de extracción ilegal o informal del metal, se utiliza mercurio para amalgamar el oro, y así poder separarlo de sus impurezas. Posterior al proceso de extracción y separación del oro, este mercurio termina siendo inhalado por los mismos mineros, y desechado en los ríos sin ningún tipo de supervisión o preocupación por la contaminación del ecosistema. Este metal pesado es luego consumido por los organismos presentes en el hábitat, convertido en metilmercurio, y pasado a lo largo de toda la cadena trófica hasta llegar a los peces más grandes, siendo éstos los consumidos por los seres humanos. Los efectos del metilmercurio sobre la salud humana, muchas veces irreversibles, están ampliamente documentados: daño neurológico (con consecuencias mucho más severas en los sistemas nerviosos en desarrollo de los niños), reflejado en cambios de comportamiento, temblores en el cuerpo, trastornos neuro-psiquiátricos, pérdida de funciones sensoriales, entre muchos otros; y afectaciones cardiovasculares. En los casos más graves, pueden presentarse profundas malformaciones en fetos en etapa de gestación, y muerte por envenenamiento agudo.
Para las comunidades indígenas del Amazonas, esta situación las vuelve especialmente vulnerables, al tener una dieta altamente dependiente del consumo habitual de peces de las cuencas fluviales, sobre los cuales, a diferencia de peces de mar como el atún, no se realiza en ningún momento una evaluación de niveles de mercurio. En el año 2016, el gobierno Peruano decretó un estado de emergencia por la crisis sanitaria en la región amazónica del país, donde se calcula que se vierten más de 40 toneladas de mercurio al año en fuentes hídricas, y se encontró que existían comunidades indígenas donde hasta un 82% de su población presentaba niveles muy superiores a los límites a partir de los cuales existe un alto riesgo de consecuencias graves para la salud. Asimismo, en Brasil se encontraron en el año 2016 diecinueve comunidades indígenas con niveles promedio de hasta 16 mg/g de concentración de mercurio en el cuerpo (siendo 6 mg/g el límite máximo a partir del cual existe un alto riesgo de afectaciones graves e irreversibles a la salud humana según la OMS).
En Colombia, a pesar de la lamentable falta de estudios epidemiológicos a gran escala, se han registrado casos como el del Parque Nacional Cahuinarí, en el departamento del Caquetá, donde un estudio realizado por la Universidad de Cartagena encontró que el promedio de niveles de mercurio en el organismo de los indígenas Bora y Miraña era de 17,06 partes por millón (ppm), siendo 5 ppm el umbral de alto riesgo establecido por la OMS. Asimismo, resultan preocupantes los resultados encontrados por una investigación de la Contraloría General de la República, donde se identificaron 80 municipios, de 17 departamentos diferentes en el país – entre ellos Antioquia, Risaralda, Santander, Tolima y Valle del Cauca -, cuyas cuencas hídricas presentaban contaminación por mercurio.
Ciertamente, es urgente y necesario un plan de acción integral y efectivo por parte de los diferentes gobiernos regionales que comparten fuentes hídricas amazónicas, para frenar un fenómeno que ya representa una emergencia sanitaria internacional, y puede generar graves consecuencias no sólo en las comunidades indígenas más vulnerables, sino a la gran parte de la población que incluye en su dieta peces de agua dulce. Si no se actúa de forma rápida y efectiva, se corre el riesgo de que este veneno termine por hacer desaparecer, después de tantos siglos de abuso y olvido, las comunidades ancestrales que habitan esta selva.
Bibliografía
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