Y si antes también dimos razones para no creer que las partes fueran ‘constructores de esperanza’, ahora nos corresponde aclarar el porqué al oportunismo, en este caso, lo acompañan el desaliento.
En un par de meses se cumplen tres años de negociaciones en la Habana y bajo el acuerdo que “nada está acordado hasta que todo esté acordado” (publicado el 4 de junio de 2013) hay que ser realistas que todo dependerá de un momento utópico en que el acuerdo quede explícito, acordado por las partes de la Habana, y el pueblo lo refrende.
¿Qué el pueblo lo refrende? Aunque fue lo afirmado en aquella entrevista de junio del 13 a Humberto de la Calle, pues ya no. Ahora, dos años después, ya no se necesita esa promesa. Existen otros mecanismos, cada cual de una complejidad insólita y que para nada tendrán en cuenta la opinión pública.
En la década pasada la reinserción de para-militares derivó en la extradición de los principales cabecillas, carcel para un buen número de ellos, y otros en programas de reintegración a la vida ciudadana de quienes no habían cometido delitos atroces. Sin embargo, quienes no se acogieron a las concesiones del gobierno se fragmentaron en varias bandas hasta merecer el acrónimo de ‘bacrims’ (bandas criminales). Hoy, de estas: ‘los rastrojos’ y ‘los urabeños’ junto con las FARC se disputan el dominio de los municipios del Pacífico, territorios que incluyen las rutas de salida de la coca.
La índole de las FARC, en algunos aspectos difiere de la de los paramilitares (aquéllos poseen un proyecto político de toma del poder del Estado por cualquier medio con el apoyo de las ‘masas’, para imponer un modelo de planificación económica centralizada, erradicando cualquier vestigio de economía de mercado). En otros aspectos las FARC, como cartel que trafica con drogas, minería ilegal y contrabando, no difiere de las acciones perpetradas por los paramilitares. Los superan, eso sí, con ataques a la infraestructura petrolera y eléctrica del país, junto con secuestros como modalidad permanente de acción ‘revolucionaria’.
Las negociaciones, se acordó, serían hechas en medio del combate que no ha disminuído, excepto por parte del Gobierno que de modo extraño, hace altos en el camino y lleva y trae cabecillas de las FARC a Cuba. Las FARC no hacen alto alguno y, claro, su responsabilidad siempre la mitigan: los desastres ecológicos, como el actual sobre la población de Tumaco, en palabras de estos “son consecuencias no deseadas” de sus atentados.
Tragedia en Tumaco. Foto: Redacción El País
Esta esquizofrenia de las partes, una con un proyecto político sustentado con actividades de cartel cuyo unidad de mando no se halla asegurada –quienes firmen en la Habana no podrán ser garantes del acuerdo de parte de todos los frentes–: las ‘farcrim’ ya se hallan en gestación. La otra, cuya ambiguedad de propósito es cada vez más patética, ya que nadie a ciencia cierta sabe a cuál de las 37 ascepciones del vocablo ‘paz’, que ofrece el diccionario de la Real Academia Española, se refiere el Gobierno.
¿Y por qué desaliento? Para las FARC, de una parte, sus acciones pretenden manifestar su fortaleza ‘bélica’ y con ello exigir una negociación entre pares; de otra, su aspiración a la no-violencia ghandiana raya en el cinismo. Para el Gobierno actual, el imitar a Nelson Mandela pareciera ser asunto de relaciones públicas internacionales. Ni la liberación de la opresión colonial Inglesa, o de la opresión blanca sobre los africanos tiene similitud alguna con la flagelación a la que ambas partes, FARC y Gobierno, han sometido a campesinos y finqueros en el campo. Unos por acción directa de explotación (impuestos de gramaje, reclutamiento infantil, secuestro) y otros por no-acción o negligencia en la ausencia de Estado con acciones de desarrollo efectivas.
La talla moral de Ghandi y de Mandela no se alcanza con la simple firma de ‘lo que está todo acordado’. Todo este ‘sainete’ causa un profundo desaliento.
Gustavo González C.
Junio 30, 2015