Pero más allá de una unidad de medida, las UAF están pensadas como instrumento para llevar a cabo una política redistributiva de la tierra y evitar la acumulación de grandes extensiones de tierras baldías. El artículo 65 de la Ley 160 establece que la propiedad de los terrenos baldíos adjudicables sólo puede adquirirse mediante título traslaticio de dominio otorgado por el Estado a través del Instituto Colombiano de Desarrollo Rural -INCODER-. La Ley señala que los terrenos baldíos de la Nación tienen una destinación exclusiva para familias pobres (artículo 67, parágrafo 2) y para lograr la adjudicación, tanto para personas naturales como jurídicas, se deben cumplir con ciertas condiciones: (1) el terreno que se adjudica no puede ser mayor a una UAF; (2) se debe demostrar la explotación de más de dos terceras partes del predio y esta se debe hacer con la aptitud especifica señalada en la Ley; (3) tiene que haber sido ocupado por más de 5 años; (4) el adjudicatario no puede contar con un patrimonio neto superior a 1.000 salarios mínimos mensuales legales; y (5) no se pueden titular predios baldíos a personas naturales o jurídicas que ya sean propietarias o poseedoras, a cualquier título, de otros predios rurales en el territorio nacional (Observatorio de Restitución y Regulación de Derechos de Propiedad Agraria). Luego de recibir la adjudicación de las tierras baldías, el campesino puede venderlas so pena de no poder obtener una nueva adjudicación por un periodo de 15 años. Sin embargo, la Ley también señala que en ningún caso, un titular podrá ejercer dominio, posesión o tenencia de más de una UAF (artículo 40, numeral 5), con el fin de restringir la acumulación de tierras baldías y tampoco se podrá fraccionar el terreno en un tamaño inferior al fijado por la UAF (artículo 44). Finalmente, la Ley dota al Estado de la facultad de enajenar y recuperar las tierras baldías cuando se compruebe la violación sobre las normas de conservación y aprovechamiento de los recursos naturales y por el incumplimiento de las obligaciones y condiciones bajo las cuales se produjo la adjudicación.
De hecho, ese es uno de los argumentos más fuertes en contra de la Ley. La restricción en la acumulación de tierras impuesta por las UAF va en contravía del desarrollo agrario del país. El modelo de las UAF puede ser efectivo en tierras muy fértiles aptas para ser trabajadas por el pequeño campesino como las de Córdoba, Magdalena Medio o el Valle del Cauca. De hecho en estas regiones hay una alta concentración de tierras en latifundios ociosos, disfrazadas de ganadería extensiva, que concentran el mayor potencial del país para una reforma agraria redistributiva (Posada, 2014). Por el contrario, la altillanura del Meta y del Vichada se caracteriza por ser una zona de suelos orgánicos extremadamente ácidos y pobres en nutrientes, que necesita de grandes capitales para volverse productiva por medio de un modelo con economías de escala, en grandes territorios y a mediano plazo (Posada, 2014). El investigador y asesor del Gobierno, Alejandro Reyes, estima que crear suelo orgánico apto para cultivar cuesta 10 millones de pesos por hectárea y la capa vegetal tarda entre 4 y 5 años en crecer, lo cual, lógicamente, se encuentra por fuera de las posibilidades de un campesino dueño de una UAF de 1.725 hectáreas en el Vichada (Canal Capital, 2014).
De igual forma, a pesar de que ninguna ley es retroactiva y se respetan las adquisiciones y acumulaciones superiores a la UAF realizadas antes de 1994, un concepto del Consejo de Estado del año 2009 estableció que no sólo son ilegales las apropiaciones de baldíos posteriores a la Ley 160 de 1994, sino todas las que se remonten hasta 1961 (Consejo de Estado, 2009). Esto último no sólo es absurdo sino inviable ya que dichas transacciones se remontarían a 52 años de historia y dada la informalidad del país, no hay posibilidad de que exista la documentación confiable para poder rastrearlas (Semana, 2013). Aunque los conceptos del Consejo de Estado son apenas opiniones que no exigen obligatorio cumplimiento, sí generan peso y ruido en medio de una controversia como ésta. El gran problema estructural implícito en todo este debate es que nadie sabe cuántas hectáreas son de la Nación ya que la ineficiencia del Estado no ha permitido contar con un inventario real y actualizado de las tierras públicas y privadas. En buena medida, la ausencia del mismo ha servido como un aliciente a la tenencia irregular en la propiedad de la tierra.
La Corte Constitucional también se ha pronunciado frente al tema declarando inexequibles los proyectos agroindustriales dispuestos en el Plan de Desarrollo 2010-2014 (Ley 1450 del 2011) que se habrían de desarrollar en el Llano y la Orinoquía, a través de la sentencia C-644 del 2012 (Corte Constitucional, 2012). Hasta la fecha ha habido inversiones por más de 1.000 millones de dólares por varios de los grandes empresarios más importantes de Colombia como Luis Carlos Sarmiento, Alejandro Santodomingo, la familia Eder y empresas como La Fazenda, y se han congelado otras inversiones adicionales por otros 1.000 millones de dólares (Semana, 2013). El reto que tiene el Gobierno, las Cortes y el Congreso es poder encontrar una fórmula que permita un modelo bimodal, que logre la convergencia de la economía campesina y los macroproyectos agrícolas para el desarrollo equitativo y el beneficio mutuo en regiones históricamente apartadas y olvidadas. Hoy, en un posible escenario de post acuerdo, es imprescindible darle seguridad jurídica a los propietarios rurales y definir la manera como se va a alimentar el cacareado Fondo de Tierras que va a distribuir predios a campesinos y a proyectos asociativos. Pero más allá de discutir y resolver el tema de la titulación y la propiedad de las tierras, debemos preguntarnos ¿cómo podemos hacerlas más productivas de tal manera que podamos cumplir con la proyección de convertirnos en la sexta despensa mundial de alimentos y garantizar la seguridad alimentaria del país?
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