Había despertado muy pronto. Una jornada de hora y media hora, falda arriba, lo separaba del próximo vecino, quien presumía de yerbatero y aquel que ahora le comunicaba la pilatuna del ternero. Debía regresar a dar la razón, de seguro lo enviarían donde otros moradores cercanos instalados a la orilla del rio. Lo pensó bien, decidió vadear el camino e ir cuesta abajo, recibiría la leche requerida y pediría en préstamo una de las mulas, así la subida sería diferente. Ya en su albergue le aflojaría las enjalmas y esta conocedora del camino, regresaría a su dehesa.
Se equivocó, le comunicaron que el camión cisterna había arrastrado con el último litro; las bestias estaban cargando caña para el trapiche y misia Jesusita, la comadre de su madre, andaba en el pueblo dejando la alacena con llave, que siempre guardaba dentro de uno de sus corpiños, así protegía el bastimento del enjambre de trabajadores hambreados que a toda hora rondaban el lugar en búsqueda de queso, un trozo de carne con arepa o lo que pudiesen engullir. No hubo “fugo”, debió conformarse con agua extraída de un filtro de barro, lo que le daba cierto saborcillo a tierra, pero de muy buena frescura. Metió la cabeza en el tanque donde las bestias abrevaban, mojó su cabello y tomó un atajo.
Caminando divisó la casa de sus querencias. Creyendo ver a su madre levantó los brazos e hizo señas de ir hasta la próxima hacienda. Desde aquel sitio se divisaban el enorme rio, los frutales adornando el paisaje y algunos vallecitos que en la noche se enruanan con nubes que al amanecer inician su lento ascenso, dejando ver un tapiz verde.
Se dirigió con paso seguro mientras entonaba una canción, la misma que la emisora parroquial repetía cada media hora, tal vez porque el nuevo sacristán responsable de la programación, optó por una vida semireligiosa, después de un matrimonio fracasado cuando su mujer huyó con el inspector de caminos.
Buscó la carretera, de memoria conocía el trazado, no en vano desde niño había “garitiado” a los obreros contratados por los gringos, para que pico y pala pudiesen abrir trocha y permitir el paso de orugas y volquetas gigantes; hombres que rompieron camino, permitiendo la comunicación con el pueblo de El Encanto. Llegó hasta el puente y esperó uno de los carros que de cuando en cuando se divisaban a lo lejos, los que al pasar a su lado levantan una polvareda que muy pronto colorea sus pestañas y cabello color amarillo pálido.
Llegada la “chiva” del recorrido, subió a ella, pidió se le fiara el pasaje y prometió recompensar al chofer con guayabas y naranjas limas, de las que sirven para la presión, repitiendo, “chúpeselas que la quitarán los sudores“, recomendación que su taita decía, cada que bajaba al pueblo cargando bultos que muy pocos compraban.
Mientras el vehículo esquivaba huecos, gracias a la pericia del conductor, repasaba su vida. No fue enviado a la escuela pues debía contribuir a las actividades agrícolas. Su jornada empezaba al amanecer, debía traer la vaca del potrero, colocar la banquita donde su padre unas veces y otras su madre, ordeñaban el único vacuno que poseían, mientras él largaba el ternero para la remuda, única manera que hacía bajar la leche a la mañosa madre que bien la escondía para su becerro. Ahora no tienen vaca, esta debió venderse para comprar el ataúd y pagar los gastos de entierro de su abuelo materno.
Recordaba su suerte y sin darse cuenta, el viejo y destartalado armatoste estaba en las puertas del cementerio, a la entrada del pueblo. Obedeciendo una orden militar, el conductor detuvo el vehículo y en tono severo dijo “Hasta aquí llegaron algunos”. Rápido un soldado ingresó al automotor y con sonora voz gritó: “los varones afuera, que nadie se quede, papeles en la mano”.
Palideció. ¿Qué hacia él ahí, a esa hora? ¿Cómo se le ocurrió bajar al pueblo sin avisar? “Maldito ternero” atinó a decir al pasar por el lado del chofer, quien sin entender aquel comentario, levantó los hombros invitándole a bajar, a no discutir ni desobedecer la orden marcial.
Bajó callado. Él no había hecho nada, nada podía pasarle, reflexionó. Conducido a una improvisada oficina levantada con una carpa color camuflado, escuchó: ¡Documentos! Repitió en voz alta el uniformado. “Documentos”. Qué títulos podía el mostrar si andaba en ropa de trabajo, raída, manchada y unas alpargatas cansadas de tanto uso.
Quedó mudo. El uniformado acostumbrado a tal comportamiento dijo: “Súbase al camión, pasa a prueba sanitaria”. “El médico dirá si es idóneo”. “Pero es que mi papá y mi mamá no me dejan ir, no quiero prestar servicio, estoy muy joven para ir al cuartel”. “Si usted con ese cuerpo y estatura que tiene, se niega a cumplir con la patria, yo debería estar con un chupón en la boca”, dijo el hombre, a quien el fusil le llegaba rodilla abajo. “No nos va a engañar, esos barritos que tiene en la cara se le quitarán con la disciplina, hasta bien vago debe de ser”.“Allá no tendrá tiempo para cochinadas, toda la energía la dejará en la milicia”, sentenció su nuevo verdugo. Ya no odiaba al travieso ternero, este interlocutor le pareció bellaco, tirano cual más y hasta se le antojó ahorcarlo. El juez entendería la razón de su comportamiento. Aun así pasó a sanidad.
Lo que vio, lo dejó anonadado. Perplejo. En una palabra, asustado. Una fila compuesta por más de diez varones desguarnecidos, esperaba el examen de aptitud física. “Estaban viringos” dijo tiempo después a una tía, que al escucharlo, se santiguó e invocó la clemencia divina para aquellos buenos hombres. Él nunca se había desnudado en público, ni siquiera quiso pelarle la nalga al puyador enviado de la botica que con jeringa en mano, debió aplicarle una inyección mientras su padre y hermanos lo inmovilizaban. Aquello le pareció una violación. Se resignó a su suerte. “Apenas me pregunten la edad todo quedará arreglado, podré buscar la leche y volver a casa en el recorrido de la tarde”, fue la anticipada conclusión.
Palideció cuando fue anunciada la presencia del Doctor. Lo que siguió no lo hubiera imaginado nunca. El médico resultó ser mujer. Bonita, gafas estilo gatuno y unos modales que en nada correspondían al oficio a realizar. Suave de voz, ademanes elegantes, ojos azules y boca cual manzana en flor y del mejor néctar. Sus delicadas manos empezaron a auscultarle la cabeza, a detenerse en los órganos que allí existen. Pronto el fonendoscopio estuvo colocado en su pecho y espalda, mientras él rogaba a Dios que no le creciera aquella cosa que de noche en noche se le alborotaba. Eso no podía sucederle, lo castigarían mandándolo a pagar servicio muy lejos de su mamá.
El olor a perfume fresco de aquella dama lo volvió loco. Tuvo que cerrar los ojos y pedirle a la patrona de todos los milagros, le apartara aquella tentación. Superó la prueba inicial. La amó al instante. Ella se quedó con su castidad, prejuicio mental que mandó a la *** en ese momento y el que lo acompañaría veinte años más. Aquella mujer de bata blanca le ordena abrir las piernas, debe agacharse doblando la cabeza hacia el piso y, sin rubor alguno, le agarró los testículos. Pareció jugar con ellos apretándolos, los hizo charrasquear, luego los soltó diciendo: “Apto”.
Su revolcado cerebro recibió tan corta palabra, que sonó como trueno en tiempo seco. “Muévase, no ve que salió apto”, escuchó decir a otro soldado. “¿Qué diría su mamá?, a la que supuso esperando la leche para mezclarla con estiércol; “Ojalá sea fresca” dijo Don Jacinto, aquel curandero que hablaba del mal de ojo y otras desventuras.
Pidió entrevistarse con el Cabo, quien sin mirarlo dijo, “hable”. “Es que yo no tengo edad para el ejército, mi mamá me está esperando en la finca con la leche para el brebaje y llevo tres horas aquí”. El suboficial, recorrió el cuerpo del mozalbete y con recio tono dijo, “lo necesito en el monte. Ya verá que allá deja de lloriquear, se volverá hombre de verdad, rudo, muy rudo”.
Sabía que era tosco, el campo y el trajinar diario lo habían convertido en un individuo fuerte, pero ese tono le dio miedo, le atormentó tanto que muchas noches soñó con la doctora de ojos azules, aquella que mancilló su inocencia.
El muchacho no contaba que el chofer, viejo amigo de su padre, mandó razón. Un mototaxista recién estrenado en el pueblo se ofreció a llevarla. “Que manden la partida de bautismo, el registro civil o lo que tengan, se llevan a Cirilo para el cuartel” atinó a decir el improvisado estafeta.
La mamá voló, se arqueó en la moto y dijo: “Lo saco porque lo saco o no me llamo Gertrudis”. Se cogió el cabello y le dijo al conductor del vehículo, “lléveme a toda y lo invito a frijoles con garra”. Debió sonar a gloria el ofrecimiento, en un santiamén llegaron al cementerio, lo que demoraba cuarenta minutos se recorrió en veinticinco. Apenas pisaban las primeras calles cuando el vehículo militar prendía motor y lleno de conscriptos, se dirigía al cuartel.
“Atraviésele la moto” ordenó. “Si se llevan a mi hijo se me va la vida, entonces no hay nada que cuidar en este mundo”. “Tranquilo, con mis ahorritos pago los daños”. Lo ordenado se cumplió no muy al pie de la letra. Acercó la motocicleta al camión y gritó con fuerza “llevan un menor, se van a joder con el disciplinario que les vamos a meter”. Para algo le había servido pagar servicio militar, conocía la milicia, en especial todas las debilidades de quien ostenta uniforme o porta un arma. Sus palabras sonaron como algo maléfico y el camión se detuvo. El Cabo preguntó por el menor, dudó cuando vio al más fortachón de sus nuevos reclutas, pues no parecía hijo de familia; hizo preguntas, revisó los documentos y luego, mirando a los soldados exclamó: “¡esto se desajustó!, cojan otro, rápido, ojala no se equivoquen o nos joden en la comandancia”.
Libre, Cirilo abrazó a su mamá y una vez recuperada la tranquilidad, entre sollozos y muestras de alegría no controlada dijo: “Ma´, vamos a buscar la leche”.
*Notario Primero de Pereira
Publicación original: Trujillo. J. D., 2015. «¡Esto se desajustó, cojan otro, rápido!». La Tarde. en http://www.latarde.com/entretenimiento/tecnologia/148244-esto-se-desajusto-cojan-otro-rapido