Un caso evidente de lucha ante la usurpación de tierras por decisiones ajenas a los productores y pobladores de las zonas rurales de Colombia.
“Recogemos el eco de los territorios de Colombia, ecos de protesta de las personas que habitan los territorios con formas de vida que por siglos se han desarrollado en armonía con el ambiente, pueblos a los cuales se les han violentado sus maneras de habitar, amenazado su cultura e identidad, impuesto el destierro o el desplazamiento, en nombre de lo que algunos llaman desarrollo”.
Ríos Vivos, movimiento colombiano en defensa de los territorios afectados por represas.
Las comunidades de los municipios afectados por la construcción del megaproyecto hidroeléctrico Ituango en Antioquia, Colombia, organizadas en asociaciones de campesinos, mineros artesanales, mujeres, comerciantes, transportadores y propietarios de tierra, y articuladas en el movimiento nacional Ríos Vivos, están defendiendo hoy con su propia vida, frente al Estado y las empresas nacionales y transnacionales, el río Cauca como su territorio, en el cual han construido y tejido relaciones de todo orden ancestralmente.
Este megaproyecto hidroeléctrico, al lado de la concesión de más de 40.000 hectáreas para la explotación de metales preciosos otorgada a multinacionales y el establecimiento de una zona franca, forma parte del paquete diseñado por el gobierno en el marco de las ‘Locomotoras del Desarrollo’, para ‘impulsar económicamente’ las regiones del norte y el occidente de Antioquia.
A nombre de este modelo de desarrollo se modifica la actividad productiva tradicional y los territorios se convierten en zonas mineras o de turismo, donde las empresas nacionales o extranjeras contratan a la población en forma temporal. Los habitantes pierden la autonomía productiva, los lazos que tienen con el territorio y, especialmente en el caso de las mujeres, se restringen sus labores a actividades económicas marginales. El territorio sufre un profundo reordenamiento. La entrega de millones de hectáreas a las transnacionales mineras, el reemplazo forzado de economías campesinas y la pérdida de soberanía sobre amplios territorios ponen en peligro definitivo nuestra esencia: la tierra, la producción, las relaciones de solidaridad y cooperación construidas históricamente por las comunidades. Los megaproyectos se imponen sobre la visión de desarrollo integral de las comunidades locales, productoras de alimentos que generan más empleos permanentes que las represas, y con alternativas reales de desarrollo sostenible y mejores condiciones de vida.
Según Miller Dussan (profesor de la Universidad Surcolombiana de Neiva y líder de la Asociación de Afectados por el Quimbo), “las empresas hablan de resarcimiento de daños, compensaciones e indemnizaciones. A quienes tienen tierras, por lo general se les ofrecen nuevas tierras que muy pocas veces igualan o superan las condiciones de las que se ven forzados a abandonar; se desconoce como afectados a quienes no son propietarios y, por tanto, no se les ofrece ninguna opción; por ejemplo, arrendatarios, ocupantes, vivientes o mayordomos. Quienes viven de lo que el río les proporciona manifiestan que la única manera de compensarlos por la destrucción de los ríos es con otro río, situación difícil si recordamos que no solo los principales ríos a represar son declarados como de utilidad pública sino también sus afluentes. Puede parecer una posición hostil para las empresas y para quienes impulsan estas políticas, pero es importante situarse en la posición de los afectados para dimensionar realmente la magnitud de las afectaciones y no solo en la posición del actor externo que impone su visión desarrollista desconociendo la cultura local”.
Las represas disminuyen la capacidad productiva de los territorios, vulnerando la seguridad alimentaria y poniendo en riesgo el autoabastecimiento del país en el mediano plazo, en virtud de su cantidad y envergadura.
La mayor parte del territorio colombiano vive los efectos del conflicto armado, que facilitan la construcción de estas represas en tanto las comunidades no pueden organizarse para reclamar sus derechos. Así, los desplazamientos forzados han servido para desocupar estas zonas de interés.
¿Qué desaparece con Hidroituango?
Las tierras que se inundan son, en su mayor parte, riberas de ríos: áreas con alta productividad. Se transforma el paisaje y la vocación agropecuaria, y las áreas resultantes son convertidas, a través de la privatización, en zonas turísticas y mineras donde quienes eran propietarios y productores, ahora proporcionan la mano de obra para los oficios que demanda este tipo de economía, transformando también con ello la cultura y arrasando la tradición, la diversidad y la producción, en suma, la propuesta de desarrollo local.
A lo largo de los 79 km que serán inundados, desaparecerá la actividad ganadera y la producción de una gran variedad de frutales, cultivos de panllevar y maderas nativas. Además, se perderá una porción significativa del bosque seco existente en el país. Se pondrá en riesgo la producción en las laderas de las montañas, cultivadas históricamente por campesinos, que ya han alcanzado una producción mejorada y diversificada.
Tanto para las comunidades asentadas en la ribera que será inundada, como para las que habitan en las laderas –inquietas por las consecuencias que el embalse traerá para su producción y su modo de vida–, la mayor preocupación es que la empresa constructora del proyecto (Empresas Públicas de Medellín) no contempla la Licencia de Impacto Ambiental los estudios y estrategias necesarios para enfrentar las consecuencias físicas sobre la producción local. Las comunidades no han sido escuchadas por la empresa ni han sido resueltas sus dudas. Por el contrario, la empresa se ha empeñado en desmentir su voz y las ha estigmatizado como terroristas aun cuando existe evidencia científica de que las represas generan cantidades considerables de gas metano, 25 veces más poderoso en términos de calentamiento global que el bióxido de carbono proveniente de la quema de combustibles fósiles.
Ante la violación de los derechos de las comunidades, el Estado se queda inmóvil. Desaparecen los derechos a la vida, a la tierra, a la producción, al territorio, a un ambiente sano. Son daños irreparables pues la producción local y las relaciones construidas ancestralmente no tienen precio; tienen valor porque son fundamentales para la vida. Cada vez se ve más distante la posibilidad de reivindicarlos a través de los planes de manejo ambiental de las empresas, en los que se busca solamente reducir costos.
La construción del proyecto ha recogido los frutos de la violencia focalizada en la región por más de dos décadas, que ha tenido como consecuencia la expulsión de más de 30 mil campesinos, entre muertos, desaparecidos y desplazados, generando la desocupación de extensos territorios y la pérdida de valor de la tierra. A los campesinos que aún habitan estos territorios no les ha ido mejor: les han impuesto en la negociación condiciones desventajosas y arbitrarias, pagando por las tierras precios ínfimos. En cambio, los criterios para negociar con los terratenientes han sido diferentes. Uno de los obstáculos con los que se han encontrado los pequeños propietarios para exigir una negociación justa, ha sido la imposibilidad de acceder a la información, debido a que la empresa hace firmar a los grandes propietarios una cláusula de confidencialidad, prohibiendo socializar con los demás propietarios las condiciones de la negociación.
Otras consecuencias que sufre la región tienen que ver con:
Ruptura del tejido social: desaparecen lazos de comunicación e incluso el territorio. Las familias tienden a desmembrarse en la búsqueda del sustento.
Efectos sobre el apego y el valor cultural de la tierra, que son parte integral de la identidad de los pueblos.
Pérdida de la autonomía local sobre el uso de su suelo: el espíritu de la Constitución nacional se ve menoscabado pues las obras pasan por encima de los procesos de ordenación del territorio que han desarrollado las comunidades locales. Los esquemas y planes ordenamiento territorial son débiles; corresponden a cada municipio y en ningún caso se han llevado a cabo procedimientos consultivos para su modificación antes de iniciar los proyectos, sino ya durante su construcción.
Entre los impactos sociales más graves está la presión sobre la vida de las mujeres, quienes tienen que enfrentar la descomposición familiar, dado que el padre de familia tiene que migrar en búsqueda de nuevas fuentes de recursos para la familia, y la situación repercute en escenarios de violencia intrafamiliar. El elemento común en cada lugar donde se construye una represa es que las mujeres no son tenidas en cuenta para el resarcimiento de derechos o indemnizaciones.
Los proyectos de desarrollo deben surgir desde los territorios, buscando atender necesidades locales para el buen vivir, y no desde el gobierno nacional hacia los territorios, lo que implica que el desarrollo económico se contraponga y vulnere los planes de vida y progreso de las comunidades afectadas por ellos.